jueves, 7 de abril de 2016

UN PEQUEÑO EINSTEIN CON AUTISMO

Kristine Barnett escribe 'La chispa', una historia de un triunfo contra todo pronóstico, en la que describe con detalle cómo a través del amor materno, el compromiso y la educación, un niño diagnosticado como autista se ha convertido en una promesa del Premio Nobel



A los tres años pensaban que no sería capaz de leer. Ni mucho menos de hablar. Tampoco que consiguiera atarse los cordones de los zapatos por sí solo. Hoy, a los 17 años, Jacob Barnett trabaja en la ampliación de la teoría de la relatividad de Einstein, es un cotizado investigador en física cuántica, sabe cuatro idiomas y los expertos aseguran que es una promesa del Premio Nobel. 

Kristine Barnett relata en 'La chispa' (Aguilar) la historia de un triunfo contra todo pronóstico, en la que describe con detalle cómo a través del amor materno, el compromiso y la educación, un niño diagnosticado como autista se ha convertido en un genio universalmente reconocido. «No estaba dispuesta a dejar que nadie pusiera un techo a lo que podía esperarse de él. Decidí fiarme de mi intuición y abrigar la esperanza en lugar de abandonarla. No quería luchar contra el sistema ni imponer a otros lo que a mí me parecía que era lo correcto, pero sabía que iba a hacer todo lo que me pareciera necesario para ayudarle a desarrollar plenamente su potencial», apunta en este libro, que ha sido traducido a 18 idiomas. 

 A Jacob le diagnosticaron a los dos años síndrome de Asperger, una forma de autismo, aunque a medida que pasaba el tiempo, la situación se complicó. Pasaría de Asperger a autismo en toda la extensión de la palabra. Dejó de comunicarse. «El autismo es un ladrón. Te quita a tu hijo. Te despoja de la esperanza y te roba los sueños. Había dejado de hablar por completo. Parecía como si no estuviera. Daba vueltas hata que se mareaba y rechazaba toda muestra de cariño», asegura Kristine en uno de los capítulos. 

 Se pensó que no presentaría mejoras, que los tratamientos existentes no darían efecto y que el pequeño nunca podría llevar una vida normal. Así, consciente de que su hijo no sería capaz de relacionarse de manera correcta, Kristine, profesora en una guardería, decidió fomentar sus grandes aficiones, abriendo el brillante abanico de posibilidades que surgen cuando uno mantiene la mente abierta. De lo contrario, su hijo se perdería en una enfermedad a la que a menudo los padres no saben como hacer frente. 

 Así, Kristine puso su mirada en seguir la 'chispa' de Jacob, como ella la denomina, en aquello que parecía despertar su interés: Las matemáticas y la astronomía. «¿Por qué concentrarse en lo que él no podía hacer? ¿Por qué no centrarse en lo que sí podía?». Con este pensamiento y apoyándose en las actividades normales de un niño de la edad de Jacob, empezó a romper los muros que rodeaban a su hijo. 

 «Se ventilaba puzles de mil piezas en una tarde. También le encantaban esos puzles chinos llamados tangrams, que consisten en siete piezas planas, de formas raras, que se unen para crear figuras reconocibles. Poco a poco empecé a ver un cambio. Se le veía más relajado, más absorto», cuenta Kristine.

 Jacob iba recuperando el terreno perdido. Le encantaban los números, las sombras, las luces, los ángulos...«Empezó a recuperar el lenguaje. No mantenía una conversación, pero hablaba. Ignoraba como había aprendido a leer ni cuándo había sucedido. Solo sabía que con él no había tenido que pasar por las etapas previas al aprendizaje de la lectura por las que sí pasaba con los niños de la guardería, cuando les enseñaba el abecedario y los diferentes sonidos de las letras. Con él nunca había tenido que deletrear ninguna palabra», explica Kristine.

 Con cuatro años, se sentaba en el asiento trasero del coche e indicaba a sus padres –por rutas, autopistas y atajos– el camino de una ciudad a otra. O reproducía un concierto de piano aunque nunca hubiera estudiado piano. Muchos años después, su madre comprendió que cuando Jacob volcaba la bolsa de cereales y se quedaba mirándolos, probablemente estaba comprendiendo el volumen de las cosas. 

 Con ocho años empezó a asistir a conferencias universitarias, sentado en la última fila. A los nueve, investigando con un juego de formas, construyó una serie de modelos matemáticos que abrían una nueva vía en el campo de la Teoría de la Relatividad de Einstein. Su madre grabó entonces a su hijo explicando esta tesis, la colgó en Youtube y la envió a la Universidad de Princeton, la misma donde el genio alemán enseñó e investigó. Al ver aquello, el astrofísico canadiense y profesor Scott Tramaine se dio cuenta de que estaba ante algo grande y escribió un correo electrónico a Kristine: «Estoy impresionado por el interés de Jacob en la física y la cantidad de lo que ha aprendido hasta ahora. La teoría en la que está trabajando involucra a varios de los problemas más difíciles de la astrofísica y la física teórica. Cualquier persona que los resuelva está listo para un Nobel».

 A los 11 años, Jacob dejó de dormir por las noches para desarrollar sus propias teorías físicas. Tenía las paredes de casa llenas de ecuaciones y números infinitos. El pequeño no dejaba de maravillar con una sorprendente capacidad mental y había llegado el momento de que entrar en la universidad. 

 «Si avivamos la chispa innata en un niño, esta nos señalará el camino para llegar mucho más lejos de lo que podemos imaginar», escribe Kristine en esta historia que demuestra en parte lo poco que aún sabemos sobre el poder de la mente humana.

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