lunes, 21 de marzo de 2016

ME DA IGUAL QUE LA GENTE NO LEA, LA MAYORÍA DE LOS LIBROS SON UNA BIRRIA

Eduardo Mendoza sacude las convenciones del escritor moderno y los planes de fomento de la lectura para reivindicar las humanidades “porque sí”


No habían aparecido por los alrededores del centro de Congresos de San Juan, las iguanas verdes que se dejaron ver al sol hacia mediodía, cuando Eduardo Mendoza, sacó el agudo látigo de la ironía para despertar a los más mañaneros. A eso de las 8.30, el autor de La ciudad de los prodigios conectó con un auditorio lleno al definirse como un autor moderno: “Ese que a ratos escribe y a ratos pasa su tiempo impartiendo charlas por ahí”.

 En cada encuentro que rehuye, ese escritor siglo XXI, despeja bolos que dejan poco beneficio y desgrana ocurrencias a tanto la sesión. Pero tarde o temprano tiene que enfrentarse casi siempre a dos molinos: “El de la necesidad de fomentar la lectura entre los jóvenes y el de impartir talleres”, comentaba un Mendoza impertérrito, sereno y provocador.

 “Al primero siempre me niego por varias razones: primero porque es una actitud un poco mendicante. A mí me da lo mismo que la gente lea o no lea y si no lo han hecho hasta ahora no van a empezar porque yo se lo recomiende. Además, la mayoría de libros que nos rodean no sirven para nada. Son una birria”. 

 El segundo molino, resulta cada vez más temible para el escritor moderno. “El de los talleres. Este es un fenómeno reciente que cobra importancia capital en el terreno de la literatura”. Pero peligroso y contraproducente, a juicio de la afilada sorna de Mendoza: “Sustituye en muchos casos al libro mismo. Porque el tiempo que las personas que acuden emplean para leer, lo sustituyen en ese caso por escribir su propio libro”. 

 Un bucle letal, pues. “Producen un efecto perjudicial, equivocado”. Un boomerang insolente y envenenado que un buen día decidió resolver a lo grande: “Propuse en un taller que los alumnos me escribieran una composición libre, pero en endecasílabos. Tuve que salir escoltado por la policía. A mi juicio, perdieron una experiencia única”, comentaba. “Yo no he escrito jamás poesía, pero la he traducido. El ejercicio complicado de enfrentarte a versos endecasílabos o alejandrinos, una vez lo vences, se convierte en una tarea mecánica y puedes acabar en el supermercado haciendo la compra en ese registro”.

 Poco a poco fue Mendoza encontrando alguna razón para defender la necesidad de las humanidades. Era su tarea ante los participantes en el congreso. Una lidia que decidió amarrar mediante la comicidad cervantina de su labia reflexiva y ante las carcajadas de los más madrugadores. “Las humanidades son un fin en sí mismo y hay que defenderlas porque sí”. Juegan en su contra el pensamiento político y el lúdico. Están rodeadas. Pero ante esa emboscada deben emplear sus armas, “con violencia, no necesariamente física, aunque no debemos descartarla del todo”, soltó, ante un auditorio, entre fascinado y desconcertado.

 “Y ese papel debe caer en los maestros, que son los soldados de infantería en este caso, los que quedan en primera línea, dispuestos a enfrentarse a un pelotón de alumnos que no quiere aprender lo que es una sinécdoque o un pleonasmo. Pero hay que hacerlo porque sí, sin más, no porque resulte divertido, sino porque se trata de algo imprescindible para la vida”.

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