martes, 28 de febrero de 2017

EL PLACER DE MIRAR CÓMO OTROS LEEN

Primera edición española del libro en el que Kertész reunió medio siglo de fotos de lectores de todo el mundo


El placer ensimismado de la lectura, en personas de toda edad y condición y gozado en cualquier lugar, ajeno al ojo curioso que disparaba la cámara, fue el hilo con el que se trazó uno de los libros más bellos de la historia de la fotografía, Sobre la lectura, del húngaro André Kertész (Budapest, 1894-Nueva York, 1985). Publicado en 1971 en Estados Unidos, ha tenido que pasar casi medio siglo para que viera la luz una edición española, titulada Leer, coeditada por Periférica y Errata Naturae. El original se ha singularizado para la ocasión con un prólogo del escritor argentino Alberto Manguel y una nota a la edición de Robert Gurbo, gran especialista en el genial Kertész.

 El manoseado adjetivo de “mítico” se ajusta a una obra “imitada hasta la saciedad”, dice el editor de Periférica, Julián Rodríguez, que mostró hace meses su interés por publicar “un libro que trata sobre una dimensión” que le atañe. Son 66 imágenes en blanco y negro, la primera de 1915, en Esztergom (Hungría), de tres niños con pantalones raídos, dos de ellos descalzos, que comparten un libro, y las últimas, de 1970, en Nueva York. Una intermitente obra de más de medio siglo que, quizás, fue un homenaje de Kertész a su padre librero; en todo caso, una oda al sencillo acto de tomar un libro y abstraerse de lo que sucede alrededor. 

 Niños en escuelas, jóvenes en la calle, adultos en parques… se suceden en Leer, salpicados con toques de humor, como el del parisiense que hojea un periódico sentado en un banco mientras una vaca fisgonea las noticias por encima de su cabeza. Otras fotos conforman una serie que suscita nostalgia, la de lectores de diarios en las calles de una gran ciudad. Mucha ternura provoca una instantánea de Nueva York de un chaval que disfruta de un helado sentado sobre un colchón de tebeos, de los que lee un ejemplar. Los retratados por Kertész no miran a la cámara, están absortos, quizás no sabían que alguien los estaba capturando. Las últimas hojas del libro muestran a personas que leen en azoteas, parecen tomadas desde la lejanía de una ventana indiscreta. 

 Kertész declaró en alguna entrevista que “cada una de estas fotos contaba una historia”, apunta Rodríguez. “Miras una imagen y te produce una gran evocación, no se trata solo de pasar las páginas, sino de quedarte en cada una algún tiempo. Él entendía que, en la era moderna de la urbe, la lectura era un acto íntimo. Hay fotografías de París, de Nueva York, de gente mayor y joven… quería que estuviesen todos los estados de la vida. Era una forma de igualar al ser humano”, dice Rodríguez. Para asemejarse a la primera edición, se ha respetado el reducido formato. “Kertész quería huir de algo ostentoso”.


La pericia de este maestro influyó, entre otros, en Henri Cartier-Bresson. El francés aseguró que “cualquier cosa” que habían hecho él o Capa o Brassaï, “Kertész la había hecho antes”. El húngaro consiguió transformar el acto cotidiano de la lectura en imágenes poéticas gracias a encuadres en los que el protagonista queda desplazado por sillas, bancos, árboles… En el prólogo, Manguel enfatiza en la elegancia de su lenguaje, que bebió del dadaísmo y del fotoperiodismo, y a los que agregó la cotidianidad. 

 Kertész, al que su familia auguraba un próspero futuro como corredor de bolsa, empezó a tomar imágenes antes de la I Guerra Mundial. Soldado del Ejército austro-húngaro, fotografió paisajes y a sus compañeros, pero en poses ajenas a los horrores de la contienda. En 1925 se instaló en París, donde retrató durante una década, con una Leica, los escenarios por los que deambulaba, Montparnasse, la torre Eiffel, la periferia… junto a sus amigos, la crema intelectual, Mondrian, Chagall, Eisenstein… También se autorretrató junto al amor de su vida, Elisabeth. Dos años después inauguró su primera exposición y comenzó a trabajar para revistas y periódicos. 

 En 1936 le llegó una oferta para trasladarse a Nueva York. Sin embargo, la agencia que le había contratado solo le quería para aburridas sesiones de estudio, así que reunió dinero para regresar a Europa. Sin embargo, se lo impidió el comienzo de la Segunda Guerra Mundial y se quedó atrapado en Estados Unidos. Comienza una etapa de desarraigo —su inglés era muy pobre—, pena por no poder ver a sus amigos de París y olvido de su obra. Sobrevive como fotógrafo comercial para publicaciones de moda y decoración. Además, nacido en un país que había quedado bajo el yugo de la Unión Soviética, no es alguien que despierta mucha confianza en los EE UU del macartismo. Sin embargo, siempre encontrará un instante para retratar a alguien leyendo, sea en Nueva Orleans, Venecia, Tokio, Buenos Aires… 

 El director de Fotografía del MoMA, John Szarkowski, impulsó en 1964 una retrospectiva que le redescubrió, y ayudó a difundir por todo el mundo su obra, que él calificaba, con gran modestia, “de un aficionado”. “Sin aquella exposición, la editorial Grossman Publishers no habría lanzado años después Sobre la lectura”, apunta Rodríguez. Por fin llegaron los reconocimientos, hasta que la muerte de su esposa, en 1977, lo dejó solo y deprimido, hasta 1985, cuando falleció a los 91 años. 

Cuenta Robert Gurbo en su nota de la edición española que Kertész llevaba siempre un lápiz en un bolsillo cuando acudía a inauguraciones y eventos. La razón era que, en los ejemplares de Sobre la lectura que firmaba, parte de las fotos habían perdido lustre con los años y las reimpresiones. Así, mientras contaba, como un prestidigitador, la historia de una de sus imágenes, la retocaba con su lapicero. Hoy, la tecnología digital haría innecesario que Kertész llevase ese lápiz. Paradójicamente, esos avances, que amenazan el libro impreso, el tema de su gran obra, son los mismos que permiten disfrutar con fidelidad de sus fotografías.

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